Un último salto

No te avisa, no tiene sonido, aunque es fácil creer que sí, sólo cuando llegas lo descubres. Es el tiempo el que se arquea, recibiendo el impacto de tu cuerpo cuando lo abandona, pero no hay sonido, sólo una sorda y angustiosa calma acompañan al éxodo del tiempo en tu cuerpo…

Sigo sin oír y la verdad es que me gustaría, porque el rostro de Gustavo parece querer gritarme palabras intensas y emotivas. Aunque debía estar enfadado, como siempre que jugamos al tenis y termino victoriosa la partida. Le sonrío, es mi forma de decirle sin palabras que le quiero, quiero hablarle ahora, pero Gustavo desaparece, mi campo de visión se ensombrece…

Todos los días paseaba a mi pequeña cocker por los jardines aledaños al club de tenis. Los pequeños pliegues de su falda, las cintas en su pelo…pasaba las tardes observando el ímpetu con que despachaba la pelota, en tanto Sombra, mi  cocker, correteaba alrededor.

Ella es atlética y enérgica y yo al contemplarla sentía su vitalidad agitando mi cuerpo, su energía acelerando el ritmo de la sangre en mis venas. Me decidí a comprar una raqueta el día en que fui consciente de que en mi cabeza no había un rincón para un pensamiento que no fuera de ella…
Vuelvo a tener visión, pero ahora sólo alcanzo a ver el frontal de un coche rojo, detenido a escasos metros. Ha venido mucha gente, todos hablan y gesticulan moviendo manos y cabezas de forma casi armónica; espero un tiempo para observar la secuencia, me esfuerzo en oír, pero no oigo. La pequeña Sombra ahora lame mi oreja, me gustaría acariciarle la cabeza y ese hocico respingón tan coqueto que tiene…dejo de ver.

Todo había sido tan rápido…así era ella, intensa, rápida, ágil; más que vivir se podría decir que saltaba. Usaba el mismo tiempo en emprender que en abandonar, dar carpetazo y expulsar de su vida aquello que no le interesaba. Otro salto, otro viaje, otra experiencia. Desde que comenzara a seguirla -sí, este término era el más descriptivo para la relación que existía entre nosotros- había conseguido practicar varios deportes desconocidos para mí, como también lo eran los destinos hasta donde me había arrastrado. Con todo, mi timidez estaba cediendo y gran parte de esa vitalidad y energía que me fascinaban de ella estaban ahora corriendo por mis venas. Una idea sola, una, hacía tambalear toda mi dicha: ella saltaría, no se quedaría a dejar que continuara siguiéndola…

Un pinchazo, agudo, frío…vuelvo a tener visión. El rostro de una señora observándome desde tan cerca que huelo su respiración. Ella si podrá oírme, aunque sea poca, alguna voz me saldrá…pero se aleja. Vuelva, quédese, dígale a Gustavo o mejor: que venga Gustavo, ¿donde está Gustavo? Pienso, no grito y quiero gritar, pues no puedo dejar escapar un instante más sin contarle a Gustavo que con él los minutos son dorados e intensos como el sol y que las emociones brotan cuando esos enormes ojos verdes me retratan. Que nunca se lo dije, porque por los días he ido rápida, sin tiempo para parar…ahora quiero, necesito parar para decirte esto Gustavo, no te veo…

A ella le gustaba el riesgo, pero desde que yo la acompañaba había conseguido cambiar el puenting o la escalada por unas cómodas bicicletas de montaña, que constituían mi pequeña parcela de poder frente a ella, mi pequeño triunfo y, por otra parte, una explicita exposición de mis limitaciones. Los últimos días de este verano se habían convertido en la más dulce rutina: diariamente acompañados de Sombra paseábamos por los caminos entre los pinares que circundaban las blancas playas de dunas, apaciguando la vista entre bellos horizontes y consumiéndome de deseo al contemplar su espalda armoniosa y delicada al pedalear, pues yo siempre la seguía, respetando su mayor velocidad y a su vez sintiéndome colmado por guardar su espalda. Es imposible percibir, adelantarse a un cambio brusco del tiempo, más aun cuando este te abandona. Sólo puedes sentir el abandono después…del último salto.

Reconozco el coche; ahora mi ángulo de visión me deja ver el radio de la bicicleta retorcido frente a mí. Hay demasiada gente, necesito aire; instintivamente miro hacia arriba: un cielo acogedor me mira, sordo, como yo aún…siento algo en mi mejilla, es Gustavo, ya no intento hablarle, ni le oigo…dejo de ver su rostro mientras me habla, de sentir su mano en mi mejilla. Creo que este fue mi último salto, sobre el coche que arrolló mi bicicleta…ahora sí, estoy segura…muero.