Sueño…en Navidad
Minerva Sía dormía desde hacía tiempo. Nadie, por su aparente actividad podía advertirlo, eso era cierto. Sin casi darse cuenta se había convertido en una experta fingidora de sí misma. Se fingía interesada, activa, emocionada, triste, convencida o escéptica; daba igual, cada nuevo estado representado le suponía un reto que superaba cada vez con mayor soltura…para continuar durmiendo, sin ser vista, oculta en sí misma…
Lupe aquella mañana no pudo ver sus ojos dormidos. Antón atravesaba la entrada con el pesado encargo sostenido entre sus brazos, cuando Lupe, enredando el paso con sus zapatillas enchancletadas, voló tres peldaños de la escalera del piso superior, sobrevolando el resto de escalones para rematar de cabeza el pesado bulto sobre los brazos de Antón. Luego, Antón y Lupe, en un enredado abrazo rodarían los dos últimos escalones. Lupe aun pudo salir disparada hacia el centro de la estrecha calle. Inconsciente por el golpe en la cabeza, su cuerpo se precipitó superando el extremo del ínfimo acerado.
Minerva guardaba una rutina en su memoria para cada ocasión. La alarma del despertador, el agua fría en la cara, el té, el anodino vestido, los siempre negros zapatos…Era diciembre, el fin de año estaba cerca y eso hacía que hubiera cambios. Cambios, no novedades, todo se repetía igual desde tanto atrás que estas fechas se habían convertido en una fuente más de rutinas que Minerva desempeñaba con rigurosa pulcritud.
Hubo un tiempo en que Minerva, atacada por un estado de hiperconsciencia de sí misma, se volvió triste y cabizbaja. Tras superar los dieciocho, comenzó a pensar de manera intensa en el sentido de la vida. Se lanzó enérgica y corrió mundo. En París, en St. Michel, tuvo una seria discusión con Patrick, pensador heredero de los existencialistas. Volvió a casa y pasó el verano tumbada en su cama. Meditó y meditó. El médico familiar la visitó varias veces. Le apuntaba el iris con su pequeña linternita sin ver los pensamientos de muerte que surcaban, un poco más atrás, el interior de su cerebro. Pensó en morir. Pensó que la vida no tenía sentido…
Cerrando los ojos podía casi de manera exacta reproducir en su cabeza lo que ocurría en cada momento. El insoportable peso del tiempo pintaba un cuadro de exactitud desoladora. Sólo la clásica discusión entre mamá y Lupe -la cocinera-, sobre el pavo de la cena, ofrecía resultados aleatorios cada año. Mínimas variaciones sujetas a leyes de probabilidad que Minerva solía aventurar con bastante acierto. Este año cenarían pavo fresco al horno.
Minerva lo había intentado todo. Antes de caer en el sueño probó a explorar las emociones. Intentó suerte en el amor, se rodeó de amigos y hasta probó con el riesgo. Finalmente, una mañana en que podía sentir como el blanco cegador del techo la asfixiaba, concluyó que todo, hasta el miedo, el dolor, la adrenalina o el placer, son idénticos una y otra vez. Sólo cambiamos el momento en el tiempo en que consumimos cada emoción. La emoción es la misma, estaba segura de ello… Y saber esto la llevó a vagar. Vivir sin cuestionar. Se sentía como en el cine, una y otra vez la misma película, el mismo final. Perdió interés. Aprendió a fingirse, mientras dormía. Todos estaban contentos pues había cesado la angustia que sus estados provocaban en mamá. Nadie sospechaba su sueño. A veces casi ni ella misma.
Antón colgó el teléfono. Se sonrió para sus adentros: “este año gana la Lupe”. Era de común conocimiento la férrea discrepancia sobre la preparación del pavo navideño que mantenían mamá y Lupe. Para mamá congelarlo de forma previa, aseguraba una carne más tierna y mejor conservación. Para Lupe, gran cocinera en el hotel de su pueblo natal, esto era poco menos que un sacrilegio, pues congelar el pavo le restaba sabor luego. Tras años de relación una y otra contendiente se daban tregua en su coexistencia. Este año, fresco: punto para Lupe.
Aún el frenazo no despertó a Minerva. La mirada de Lupe alcanzó sus dormidos ojos, mientras Minerva tiraba del cuerpo de la mujer empotrado entre las ruedas de su coche. La sorpresa de lo inesperado comenzaba a despertarla cuando al fijarse en sus ojos lo adivinó: la vio, diferente a todo, emocionante y más real que todo lo visto hasta entonces. Quiso experimentarla y no pudo, mientras el cuerpo de Lupe se asía a vivir la muerte, observada por sus envidiosos ojos.
A sus espaldas Antón aún sujetaba el pesado pavo congelado que su olvido hurtó a la estadística de Minerva.
– No será fresco -pensó Minerva-, cerrando nuevamente los ojos.