La sonrisa atrapada
Cada paso en aquella calle, más que avanzar, le hacía retroceder, le sumergía en un luminoso túnel del tiempo, en el que, sin reparos, se quería adentrar…
Contemplando la entrada, recordaba el pequeño arco que formaba el techo del porche que abrigaba la puerta de acceso a la vivienda. Ya no estaba, pero en su mente golpeaba intensamente la instantánea tomada bajo aquél ornamento ahora ausente: el orgullo, el sentimiento de logro, la ilusión, revoloteaban en su cabeza desprendidas de la foto que tomaran el día en que, al fin, se mudarían a aquella casa procedentes de un modesto piso en un barrio de la ciudad. Luego, la primera reforma haría desaparecer aquel coqueto arco de la fachada de la casa.
Avanzó entre las sombras y al levantar la persiana los haces de luz dotaron de vida y movimiento a la estancia. Las partículas luminosas al mezclarse con el polvo en suspensión, ofrecían un espectáculo nebuloso al polvoriento montón de muebles que le rodeaba. Los viejos listones de madera del suelo gruñían tras sus pasos. Parado frente a la escalera, observaba el gran espejo colocado en el rellano, situado estratégicamente para multiplicar la luz procedente de la araña de cristal que descendía desde el techo del segundo piso. Recordaba las transparentes y brillantes lágrimas de cristal, que parecían balancear sus destellos, ahora apagados sus brillos por la capa de polvo.
Desde la cocina le llegó el eco de la maltrecha radio de mamá. Superviviente de mil caídas al vacío desde la repisa en que estaba colocada, emitía día tras día, desde los clásicos populares hasta el repertorio de coplas que canturreaba su madre mientras guisaba, entremezclándose en el ambiente el chasquido de los cacharros de aluminio, con los compases musicales y sus gorgoteos. Tras la ventana, los chicos de la calle volvían a jugar al balón usando el arco de la entrada como portería. Tendría nuevamente que salir a regañarles…
Ascendió las escaleras, rumbo a su cuarto, soliviantado su estómago por el delicioso olor procedente de la cocina, mientras sonreía, como siempre, al oír cantar a mamá. Se sentía extraño, como si aquella sonrisa no fuera suya, como si estuviera atrapada en el ambiente, entre aquellas paredes. Ya en lo alto de la escalera pudo observar que el espejo del rellano le devolvía la silueta de Alba, que le seguía sigilosa en dirección a su cuarto. Cerraron la puerta de la habitación y en el abrigo de las sombras sus cuerpos se encontraron. No sería capaz de transmitir la convulsa pasión de su primera vez a Alba, que como si de una señorita antigua de provincias se tratara, se mostró asustada y enseguida se quedaría dormida. Él le recitaría versos al oído, en tanto dormía y hasta canciones, la melodía de ambos, de Police, intentando hacer que su pasión floreciera en ella…sin éxito. Desde ese día buscaría una y otra vez y en todas, lo aún no encontrado y que, en realidad, no sabía qué era.
El quejido de la bisagra anticipó la cara de su madre y el grito, que aparecería tras el batir de la puerta. Alba dormía y él se acurrucaba en el hueco perfecto de su cuerpo. De un salto se plantó frente a ella mientras Alba usaba su espalda como refugio. Su madre tenía un carácter dulce, pero imponía disciplina militar entre las normas de la casa. Aquello era “un ultraje, un deshonor, el no va más”…él reaccionó como de costumbre, ofreciendo carantoñas en un intento de suavizar la situación. Cuando esto no funcionaba, se solía mostrar digno, volviendo la ofensa hacía él y desapareciendo tras un portazo. Así hubiera sido, pero aquel día no: su madre se lanzó hacia él con su mayor sonrisa, con la dulzura impregnada en las palmas de las manos que le acariciaban la espalda, lo refugió en un abrazo y él, de repente, supo lo que buscaba, día tras día, chica tras chica: el fondo de aquel abrazo. Lo había buscado siempre…desde el día que lo perdiera definitivamente.
Sonó el timbre, dio un respingo. La visita que esperaba se había adelantado unos minutos. Descendió la escalera hasta la puerta, teniendo cuidado de no agarrar la baranda cubierta con una gruesa capa de polvo. A la espalda de los recién llegados se extendía la calle desierta “los chicos crecieron -pensó-”, y con gentiles ademanes introdujo a la pareja en el interior de la casa. Habían respondido a los anuncios de ventas de inmuebles que insertó en Twitter. Le habían recomendado este medio, pues la red puede llegar a donde los medios tradicionales no alcanzan y además te permite cierta impersonalidad, huir de la cercanía de las agencias de la zona.
Era increíble lo rápido que corría un rumor. Resultaba imposible vender un inmueble que había albergado una trágica muerte en su interior. Luego, mientras les mostraba la casa, nadie, salvo él, podía percibir la sonrisa de mamá que continuaba allí atrapada. Al fin y al cabo -pensó- para cualquiera será un placer convivir con ella…