El mismo sol…otra luna

chalupas

No era consciente, mientras sus cortos pasos ascendían la pequeña rampa, de la auténtica dimensión del viaje en que se sumergía.

Las verdes y densas aguas, del Nilo, que semejaban hervir, se fundían con el cénit anaranjado del cielo, que parecía derretir la tierra en un horizonte de intenso amarillo casi irreal. Podría ser efecto de la tórrida puesta de sol, pero por un instante sintió que nada de lo que la rodeaba era real, que la cubierta del barco en que navegaba se desvanecía bajo sus pies y ella surcaba el vasto río a lomos de un animal poderoso a la vez que peligroso, palpó el frío y resbaloso lomo mientras una cancioncilla se coló en su oído:

“Que las fauces de la tarde oscura y cálida

Sean para ti, cueva y abismo definitivo,

Por donde mi recuerdo de ti, sea por fin perdido..”

Despertó, le pasaba a menudo. Desde que llegara a Egipto andaba con el sueño a retazos durante el día, después de amanecer a las 5 de la mañana para evitar que las visitas culturales programadas recalando en las orillas del Nilo,  permitieran que el astro rey alcanzara el punto más alto en el horizonte. Era agosto y todas las precauciones eran pocas para  poner a salvo las blancas pieles del grupo de occidentales comprometidas con la causa feminista, que venidas de todo el mundo se disponían a debatir, tras el hospitalario agasajo en forma de crucero, en el seno de los aires renovados procedentes de la Plaza Tahir y sus revueltas, en aquél rincón del mundo.

¿Qué porqué estaba ella allí? A parte de su incuestionable historial de lucha en la defensa de los derechos de la mujer en toda su expresión, probablemente superar agosto con el eco de su reciente fracaso sentimental, era -pensó- mucho más difícil que atravesar a pie cualquier desierto. Agosto no era mes para exhibir el fracaso socialmente…las dunas y el río, aunque tórridas le parecieron mejor solución.

Había recorrido medio mundo, en una afición viajera que se desarrollaría desde muy jovencita, con una primera vertiente de huida y rebeldía, que luego los años habían convertido en una vocación profesional; sin embargo, cada vez que volvía a oír el canto del muecín llamando al rezo, su piel se erizaba, como aquella primera vez que atónita entre la Mezquita Azul y Santa Sofia, atravesando la belleza de un cielo coronado de esbeltos alminares, lo oyera por primera vez. Bueno, por eso y por el abrazo vibrante que la rodearía toda la noche, entre humos de cachimbas de manzana y te dulce.

De todos los lugares del mundo, los rincones de oriente ejercían una poderosa atracción sobre ella, mezcla de emociones y sentimientos que guardados en su memoria, no había conocido en otros lugares. Sin embargo, aquel viaje se le antojaba extraño; el barco, mezcla de una pequeña babel de nacionalidades e idiomas, proporcionaba un paréntesis occidental en medio de aquél mundo que se resistía de este modo a ser observado. Quería, deseaba entregarse de lleno a la experiencia sensorial que suponían las fantasmagóricas ruinas surgiendo de las dunas en las orillas o los mercados en las aldeas de adobe. Pero el barco, era como un islote occidental en medio del bello paisaje. Su malhumor crecía, al paso de los días.

Aquella mañana recalaban en Aswan, pueblo famoso por la presa que marcaba límites entre el alto y bajo Nilo y en el que ansiaba desembarcar y perderse por sus calles de tierra y adobe, intentando favorecer el poder ser cautivada al fin, en toda su sencillez  por la belleza que suponía mezclarse entre sus gentes. Los enormes ojos oscuros que sobresalían de las capuchas de las chilabas, la descubrían en su singularidad occidental aunque ella se había cubierto prudentemente, debido al sol, con el yihab femenino. Sin embargo, el cruce de miradas, lejos de albergar tensión, era roto por una sucesión de dientes imperfectos y enormes, que sobresalían de las amplias y hospitalarias sonrisas de las gentes. El carácter apacible, tranquilo y el famoso sentido del humor de los egipcios se respiraba en el ambiente del mercado de artesanía, centro neurálgico de la población.

De pronto pudo oír una voz chillona y discordante, real solo en occidente, pero no allí. A lo lejos, distinguió la silueta de una de sus compañeras de crucero, graciosamente tocada con un parisino sombrero imposible en aquellas latitudes. Cuanto mas cerca se hallaba mejor podía percibir el desafiante tono francés de su compañera y como poco a poco, de los puestos aledaños al que ella se encontraba, iban rodeándola los nativos del lugar. Ella sin embargo no consciente de su situación, acrecentaba lo agudo y el tono de sus ya gritos ante una mas que evidente incomprensión del resto. Cuando alcanzó la escena, los lugareños alborotaban en torno a ella, gesticulando y moviendo expresivamente manos y cabezas, casi armónicas. Se abrió camino entre la muchedumbre hasta donde Maty, su compañera francesa se hallaba; en el centro de la multitud, oculta hasta ese momento una caja incrustada de piedras preciosas y marfil, una exquisitez que Maty se empeñaba en pagar ante una multitud de comerciantes y lugareños cada vez mas ofendidos…el trueque era la norma de aquel mercado, del que finalmente pudieron escapar airosas tras dejar el costoso sombrero de Maty, en lugar de la caja. Aun así, una corte las acompañaría hasta el muelle, siguiéndolas en silencio a cierta distancia. Un suceso como ese podía ser un error, la reincidencia una falta de respeto intolerable.

Desde la cubierta del barco observaba los chicos que desde barquitas minúsculas como cascarones se acercaban para saludar y mostrar pequeñas mascotas que parecían querer ofrecer. Aunque se esforzaba, su vista ya no era la de antes y no era capaz de vislumbrar que clase de mascota alzaban en las manos a modo de trofeos.

Al paso de las horas, la brisa suavizaba el ambiente y los frondosos palmerales, al navegar del barco, parecían abrir paso hacia el dorado y deslumbrante cenit de esa hora…

La explosión de color era indescriptible. Al igual que los cánticos y el júbilo de los asistentes contrastando con la monótona y extensa llanura desértica donde se encontraban. Solo se contuvo el júbilo durante la breve ceremonia, para volver a estallar el jolgorio con mucha más fuerza, en lo que sería un banquete de bodas multitudinario. Sin casi darse cuenta, la hospitalidad de las gentes los había integrado en la fiesta como si de invitados se tratasen, recibiendo agasajos en forma de cordero y vinos del lugar. Quizás pudieron ser las chilabas, compradas en los mercados de la zona o el yihab que ella llevaba, pero lo cierto es que cuando, cerca de la madrugada, se desveló su condición occidental, las familias de los recién casados se enzarzarían en una batalla campal, atribuyéndose mutuamente responsabilidad por la presencia de los irreverentes invitados. Ella corría y corría, despavorida hacía el barco, huyendo de los lugareños ultrajados. Intentó agarrar la mano de él y volvió a sentir el tacto resbaloso, animal, que le resultaba familiar…nuevamente vino a su oído aquella cancioncilla…despertó.

El aeropuerto de Aswan ofrecía un aspecto insólito: sólo las cintas de los escáneres seguían funcionando vacías, en tanto todo el personal del mismo, atendía su hora de rezo. Pese a la hora y al mal humor que acumulaba de los días pasados en medio de aquel tumulto turista-femenino, que le hurtaba su ansiado derecho a abstraerse y disfrutar de la exaltación de los sentidos, imperdonable en aquél lugar, se sentía emocionada por la –pensaba- épica travesía del desierto que se disponían a afrontar.

Ahora, sobrevolarían en avión miles de kilómetros de desierto para alcanzar las montañas esculpidas con las figuras de Ramsés y su esposa, a orillas del lago Nasser en Abu Simbel, desmontadas y vueltas a montar piedra a piedra, tras ser inundada la zona por la construcción de la presa.

Sin embargo, su alegría no impidió que sintiera el primer bocado, un dolor descorazonador que la hizo casi doblarse sobre sí misma. Se recompuso como pudo, pero esto no evitó que el dolor se quedara acomodado en el fondo de su ser, carcomiendo poco a poco su estática apariencia externa. La ausencia, iba a atravesarla como el desierto y no sabía cual sería el siguiente paso que se abriría tras aquél dolor. Comenzaba a sentir la consistencia de la falta, la soledad…a la par que desde el aire se vislumbraba un horizonte tan desolador por su vasta e inhóspita extensión como grandioso. El cúmulo de sensaciones contradictorias, agridulces, la sostenía en la atmósfera aérea en un nudo de sensibilidades alejadas de su racionalidad.

Al fin, comenzaba a verse el famoso lago, algo seco-pensó- pues se podía vislumbrar desde el aire los oscuros montículos que sobresalían sobre el nivel del agua. Sería extraño que un lago fuera caudaloso, en una zona donde el color de la arena del desierto había ido virando progresivamente hasta alcanzar un ocre oscuro, alejado del fulgurante amarillo de las dunas de Luxor, donde embarcarían en aquel viaje. La sensación térmica al desembarcar del avión fue la segunda bofetada que la doblaría definitivamente sobre el creciente dolor: 57 grados húmedos envolvían los objetos de una atmósfera volátil, difuminada…

Al pasar por la orilla del lago, volvió a ver a los chiquillos que, sobre unos enormes agujeros en las vallas metálicas que rodeaban el perímetro del lago, se acercaban a los turistas ofreciéndoles las mismas mascotas que ya viera Nilo arriba, sin poder descifrar a qué raza pertenecían. Esta vez si, esta vez pudo distinguir una apariencia clara reptílica en aquellas criaturas…

Situada sobre el umbral de la entrada del templo que guardaban las estatuas solemnes de los faraones, sintió el segundo bocado en el alma. Ahora las lágrimas se agolpaban en sus ojos, aumentando el velo etéreo que cubría la realidad en aquél lugar, junto con el efecto del tremendo calor y la humedad. Qué había sido de ella, de su independencia, de su fuerza…cómo había terminado arrastrada por sus sentimientos a esta invalidez vital en que se encontraba. Se lo había querido negar a sí misma, robarle el tiempo de la pena al tiempo…pero finalmente el tiempo se estira sobre ti y te adelanta, colocando la realidad evitada, la realidad perdida…en el umbral del dolor.

Se dispuso a entrar en el templo guardado por las efigies de los emperadores y su emotividad le permitió que se dibujara sobre ella la belleza y solemnidad del lugar; la densa cantidad de tiempo atrapado, de historia detenida ante sus ojos. Al fin lloró, de emotividad, de dolor, de calor, de soledad, de belleza…lágrimas que le impidieron, en la sombría oscuridad del templo, vislumbrar con claridad la silueta recortada en la entrada de aquél, que a lo lejos enorme asemejaba un dios, luego tomó forma animal, del color de los montículos que sobresalían en el lago…mas tarde reconocería su lomo, resbaloso y oscuro. Cuando pudo sonreirle en sus afilados morros, vino a su oído nuevamente aquella cancioncilla:

“Que las fauces de la tarde oscura y cálida

Sean para ti, cueva y abismo definitivo,

Por donde mi recuerdo de ti, sea por fin perdido..”