La fábula de Elías
Todos los días a las mismas horas Elías recorría en trineo los nevados paisajes. En uno y otro extremo del camino le esperaba la escuela o el hogar. Antes viajaba en el trineo grande de mamá, pero desde que hiciera los 7 años, el trineo del vecino Zhan compartido con otros chicos le llevaba cada día. Día…¡qué palabra! -pensaba- ahora que la luz no se hacía con ella. Había desarrollado una extraordinaria capacidad para estos meses: cuando atravesaba los bosques sombríos, miraba la nieve y cambiaba en sus pupilas el blanco luminiscente de las laderas nevadas en su memoria por lo que en ese momento percibían sus retinas: nada. Desde entonces se acomodaría a cerrar los ojos iniciando así su gusto por la ensoñación. Lo cierto es que Elías no parecía de allí. No lograba adaptarse al clima y a las peculiaridades de Laponia. De pequeño, sus hermanos le gastaban crueles bromas canturreándole que era adoptado cuando pretendía salir desnudo al río y bañarse. «Este chico ¿de dónde nos ha salido?» -oía decir a veces a su madre-. Pero el tiempo no lograba introducir a Elías del todo en el ambiente como uno más. Siempre difería del resto. Aprendió a callar con el tiempo, evitando las bromas. Ahora había aprendido a cerrar los ojos…
La clase de geografía era su favorita. Surcaba el pequeño globo terráqueo con sus manos, haciéndolo girar para escoger un destino. Distinguía bien sus preferencias: aquellos lugares alejados de las blancas capas que cubrían el círculo polar donde él se encontraba. Mientras la profesora hablaba, se perdía en azarosas y tórridas rutas a través del desierto en su imaginación. Se conducía a lomos de un enorme camello para luego llegar al mar y al fin bañarse desnudo en una dorada playa. El sol, el mar…
Sin embargo, la clase de religión le ponía tenso. No entendía nada. Parecía que alguien había decidido por él, que había decidido todo lo que a él le rodeaba y que él no contaba, no podía cambiar nada de aquél despropósito, en que, según crecía, se iba convirtiendo su vida. No estaba dispuesto a creer ni una sola palabra. Iba a demostrar que el único ser superior que hay es el hombre: cuando se supera a sí mismo, cuando supera los obstáculos que, según le contaba la profesora de religión, el ser superior había colocado en su vida. Si él era el culpable de todo ¿cómo iba a creer en él?
A los diez años dominaba las matemáticas como un maestro. Pero en realidad no le gustaban, las consideraba sólo un instrumento, algo imprescindible para su osado plan. Al poco de comenzar a medir el globo para trazar sus rutas se había dado cuenta que todo se reducía a matemáticas. Que no llegaría a ningún lugar si no sumaba bien las distancias, los tiempos, los víveres, las carreras de los perros del trineo, el dinero que sisaba a papá y a mamá de manera imperceptible…todo su tiempo se concentraba en El Plan, su plan de vida con el que conseguía, casi sin darse cuenta, estar por primera vez adaptado a aquel lugar aunque sólo fuera por su férrea voluntad en la huída.
A los 3212 días después de cumplidos los doce años, su Plan estaba al fin listo para ponerse en marcha. Los nervios, la emoción, le hacían temblar hasta el estertor. Se sentía fuerte y decidido, casi saboreando el rumor de las olas en esa playa dorada que había grabado en su memoria. Al fin en marcha, abrió bien los ojos para no errar el camino en la oscuridad. Lentamente se fueron deslizando delante de él los bosques de pinos a la derecha del camino. El sonido del cauce del río saltando en las rocas le pareció encerrar una melodía dulce, ¿quizás era un adiós? Pudo contemplar las sombras de las poderosas montañas blancas en el extremo del camino. Paró el trineo y con los ojos muy abiertos por primera vez, dejó entrar la bucólica estampa que los tejados y chimeneas de piedra entre la blanca nieve componían: su pueblo, allí estaba lanzándole su última vista a modo de adiós. Incluso los perros del trineo se habían girado para poder contemplar tal estallido de belleza…
Ya nunca cerraría los ojos en su camino. Y aunque no dejaría aquel pueblo siguió contando uno tras otro los días, intentando compensar todos y cada uno de aquéllos que vivió en las sombras de su memoria. No es posible vivir sin ver. No es posible sentir sólo desde la memoria. Cerrar la memoria y los ojos es como morir. Pensó, durante mucho tiempo en aquellos 3212 días sin vida.